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sábado, 11 de abril de 2015





Picos de Europa.

Hace tiempo subí una montaña para llegar a su cima. No estaba solo. Tres hombres rodeábamos una manada de caballos. La ascensión fue dura al principio, pero fue apaciguándose a medida que el cansancio se apoderaba de todo. Cuando llegamos al lugar más alto me encontré ante un paisaje imprevisto, una cima extensa hacia el horizonte lejano y serrado. Sol, altura y humedad. Desde allí la manada galopó unida y libre, y la tierra tembló. Temblaba. Qué vértigo el cuerpo estático y su inclusión en aquella imagen. Me creí héroe y busqué de inmediato un trofeo, y arranqué de entre las hierbas un cráneo putrefacto de cabrón yacente con su cornamenta. Qué tropiezo. O qué iluminación inspirar aquel hedor y alumbrar la aparición súbita de cientos de larvas.

Entre viscosidades escuché una canción de fondo, su resonancia en la tierra, su poso en las vísceras y la vibración en las arterias.

Entonces, de nuevo, algo debió comenzar.




Tengo dos recuerdos especialmente preciosos. Uno de ellos con ocasión de un curso de vuelo nocturno en mi formación como piloto. Teníamos un profesor que opinaba que debíamos aprovechar el curso para conocer España. De modo que las clases con él duraban varias horas y nos llevaba a visitar los lugares más bellos. Una de las cosas que más me impresionó fue la salida de los Picos de Europa hacia el mar. Después de atravesar el mar de niebla entre las moles gigantescas de los Picos, de repente surgía la costa con el esplendor azul del mar Cantábrico. Esa imagen me quedó grabada.
José Trenor